Guerra del Golfo Pérsico.
Al amanecer del 2 de agosto de 1990 tropas de infantería iraquíes, apoyados por vehículos armados y siguiendo una orden decretada por el presidente de Irak, el dictador Saddam Hussein, cruzaron la frontera e invadieron el vecino país de Kuwait. La razón de esta invasión era básicamente económica, es decir, hacerse de la producción petrolera de Kuwait, y aliviar las alicaídas arcas fiscales de Irak, país que también vivía de las ventas del oro negro y que venía saliendo de una costosa guerra con Irán (1980-1988), conflicto que le había dejado deudas por más de 40 mil millones de dólares.
El ejército de Kuwait fue rápidamente vencido por las fuerzas iraquíes, aunque la familia real que gobernaba ese país tuvo tiempo de escapar. Saddam Hussein, que había descrito cínicamente la invasión como la “liberación” del pueblo de las manos del Emir y que con este triunfo deseaba perfilarse como un nuevo líder del mundo árabe y mejorar su alicaído prestigio en la región, ordenó entonces la anexión oficial de Kuwait, nombrando a un gobernador provincial. La ONU, después de condenar oficialmente la acción armada, aprobó la resolución 660 que significó que el 16 de enero de 1991 una coalición internacional de 34 países, liderada por Estados Unidos, iniciara una campaña militar con el fin de obligar al ejército invasor a replegarse de Kuwait.
La coalición de la ONU, para esos efectos, logró reunir un
ejército de casi un millón de hombres, además de dos mil carros de combate,
1.800 aviones y una flota de 100 barcos de guerra (el mayor contingente fue el
estadounidense, con 415 mil soldados). Irak, por su parte, disponía de un
ejército de más de medio millón de hombres (donde destacaba la Guardia
Republicana, el cuerpo de élite del ejército iraquí), además de 4.500 carros de
combate y unos 700 aviones, entre los que destacaban los aviones MIG, de fabricación
soviética. También contaron con un buen número de misiles Scud-B de alcance
medio y algunas plataformas móviles con las cuales era posible dispararlos
desde cualquier zona en Irak.
La ofensiva aliada recibió el nombre de “Tormenta del
desierto” y se inició con una serie de bombardeos a varios blancos (como tres
palacios presidenciales, el Ministerio de Defensa iraquí y una fábrica de
ensamblaje de misiles Scud), en los que se utilizaron 100 misiles crucero
Tomahawk disparados desde barcos estadounidenses estacionados en aguas del mar
Rojo y el Golfo Pérsico. Durante la primera semana de ataques aéreos, la
coalición anunció que se había logrado la destrucción de al menos 350 aviones
enemigos, mientras que los iraquíes afirmaban haber derribado 60 aviones aliados.
Con los aliados como dueños absolutos de los cielos, el jefe
de las fuerzas aliadas, el general norteamericano Norman Schwarzkopf, un
militar con fama de duro, pero que siempre estaba preocupado por el bienestar y
la seguridad de sus hombres, ordenó el inicio de la operación “Sable del
desierto”, nombre que se le dio a la ofensiva terrestre masiva aliada sobre
Kuwait, aprovechando que los iraquíes habían comenzado a replegarse desde
principios de febrero y la moral de sus tropas era baja (de las 42 divisiones
desplegadas en Kuwait, al menos 14 habían sido desbandadas y sólo 19
conservaban entre un 60 % y un 70 % de sus capacidades de combate, sin
mencionar que ya habían comenzado las deserciones en masa).
A los dos días de haberse iniciado el asalto terrestre, de
hecho, unos cien mil soldados iraquíes se rindieron en masa ante las fuerzas de
la coalición que avanzaron en forma incontenible (uno de los oficiales
estadounidenses llegó a asegurar que atravesaban las pocas líneas iraquíes que
encontraban como “cuchillo en mantequilla”).
La única batalla de cierta importancia de esta fase final de
la guerra fue la denominada “73 Easting”, que se produjo el 26 de febrero de
1991 cuando carros de combate del séptimo cuerpo de los aliados se toparon con
la división Tawakalna de la Guardia Republicana, con más de 3000 blindados, que
se retiraban. Este encuentro, que provocó un enfrentamiento que duró alrededor
de seis horas, se convertiría al cabo en la mayor batalla de blindados de la
historia reciente, por detrás de la famosa batalla de Kursk, que enfrentó a
miles de tanques alemanes y tanques soviéticos durante la Segunda Guerra
Mundial.
El 28 de febrero de 1991, finalmente, Irak, que durante la
retirada de sus tropas de Kuwait incendió 700 pozos de petróleo en ese país,
causando terribles daños ambientales, se rindió oficialmente y aceptó las
condiciones impuestas por las Naciones Unidas. Los aliados sólo habían perdido
378 soldados, mientras que unos mil resultaron heridos. Las bajas de los
iraquíes, por su parte, oscilaron entre los 25 mil y los 30 mil muertos.
Saddam Hussein, que había llamado a esta guerra “La Madre de
todas las batallas”, logró pese a la categórica derrota mantenerse en el poder
y siguió manteniendo una actitud desafiante ante los países occidentales, pero,
tras ser derrotado nuevamente en el año 2003 en la llamada Segunda Guerra del
Golfo Pérsico, en noviembre del 2006, tras dos años de juicio, sería condenado,
junto con otros dos acusados, “a morir en la horca” por el Alto Tribunal Penal
iraquí, que lo encontró culpable de haber cometido un crimen contra la
Humanidad, por la ejecución de 148 chiítas de la aldea de Duyail en 1982.
Hussein sería ejecutado en presencia de un clérigo, un
médico y un juez el día 30 de diciembre de 2006, y su cuerpo fue entregado a
sus familiares para ser enterrado en su ciudad natal de Tikrit.